lunes, 21 de noviembre de 2011

Carta de un esquimal a un escritor en Londres.


Dígame, mi ilustradísimo amigo, si alguna vez le ha inquietado esta cuestión: ¿Qué es verdaderamente el frío? Ya los más intelectuales que usted y que yo han respondido en teoremas complejísimos fuera de mi entendimiento: El frío es la ausencia de calor.

Qué tajante respuesta y a la vez tan inconforme con las verdaderas inquietudes de nuestro siglo ¿no le parece? No hace más que despersonalizar el asunto, quitarle sin asco todo rastro de vida a nuestro amigo el frío. Es muy típico de los hombres de esos lugares diseccionar todo, “convertir todo en momias” decía el filósofo que usted conoce.

Ya muy bien lo ha dicho el poeta: “El frío es compañero/es el alivio del hombre/es el despertar del mundo sin cobijo/es la naturaleza en su verdad”. Y hay más sabiduría en esas palabras pocas que en todas las que han pronunciado los amantes del teorema, los amantes de las momias. Y luego nos ha dicho, con mayor firmeza que antes “temedle al calor/porque no hay nada de verdad en él”. Ello es tan cierto, es el secreto alzado. Dígame sino por qué los hombres aman tanto el calor si no es por su falsedad: tal como los hombres aman sus abrigos, que no son sus pieles; y aman a sus caballos y mulas, que no son sus pies; y aman las paredes y techos de sus hogares antes que la infinitud del universo al aire libre. El hombre moderno ama lo que no es, ama lo que no se le ha dado por don natural. Nos dice que ama la naturaleza, pero tan solo le ama cuando esta es arrancada de su verdadero don: la naturaleza no es más que una atracción artificial para el hombre moderno, es un producto puesto a la deriva. Desplanta los árboles de un bosque virgen y los planta en un parque cerca a su hogar: solo así puede admirarlos, solo así se atreve a visitarlos. Y déjeme decirle, mi amigo ilustrado, que ese árbol desplantado ya no es naturaleza, ese árbol ya no es don. Ese árbol es producto, ese árbol es defecto.

Y esto explica el asunto que argumentaba antes. El amor del hombre por el calor es tan falso como su amor a lo natural. El hombre natural desprecia el calor y ama el frío, pero ya queda dicho que el hombre moderno tiene amores falsos. Y esos amores, en tanto falsos, se dan por las cosas falsas: y no hay cosa más falsa que el calor. Y, a su vez, no hay nada más verdadero que el frío, y por eso ha de odiarlo con toda el alma, debe quitarlo de la ecuación para poder estar tranquilo.

Sobre este asunto he discutido con los hombres del África, que son mucho más hombres que el resto; aman a la especie con mayor fervor, viven en comunión con sus cuerpos y con los cuerpos de los otros. Y no es sorpresa que estos hombres, más verdaderos que los otros, sean los que realmente desprecian el calor y le rezan al frío, pues son sinceros con sus almas, son los dioses entre los hombres. El resto de hombres no son tal cosa, son ruines e insectos.

Deberemos debatir más sobre el asunto, amigo ilustrado, porque la inquietud sobre la verdadera definición del frío en tanto es lo verdaderamente natural queda pendiente. No sobreviene a mí discurrir sobre tal materia, porque ya antes el poeta ha descrito mejor que yo el asunto, y usted que algo tiene de poeta,  y también algo de sabio, podrá hacer discurso de esta materia, que tiene mucho de bello.

sábado, 12 de noviembre de 2011

Amar a nuestros muertos

Se da la ocasión en que alguno de nuestros muertos se alza. A primera oída puede sonar macabro, pero es, realmente, un suceso de orden natural.
Todo depende, claro está, de las circunstancias en que el sujeto haya muerto. Para alguien que murió ahogado en el mar, por ejemplo, es necesario que busquemos una tumba en un lugar seco, pues habría desarrollado una fobia al agua y si acaso despertase cerca de alguna fuente, río o riachuelo, lo más posible es que se vuelva a morir del susto. Para un sujeto que haya muerto apuñalado, primero seria necesario tratar sus heridas con alcohol y algodón; de lo contrario estas podrían infectarse y la persona encontraría su segunda muerte.

Alguna vez conocí a un buen hombre que había muerto tras caer en un hoyo profundo en la tierra. Me contó que había vuelto a la vida varias veces, pero al encontrarse solo en la oscuridad había decidido volverse a morir. Dos semanas luego lo hallaron, pero se había acostumbrado tanto a ser cadáver inerte que demoró varios meses en aceptar que tenía que volver a vivir. A todo esto intervengo yo y les pido: ¡Amemos más a nuestros muertos!

Es un caso especial el de los suicidas, ya que su muerte es, en líneas generales, una muerte voluntaria, por lo cual sería contraproducente creer que vuelven a la vida. Aun así han existido los casos particulares de lo que en psicología se denomina ‘arrepentimiento post-mortem’, configurada por aquellos que se quitaron la vida pero luego lo narran como una decisión torpe y apresurada. Hubo el caso de un alemán que se ahorcó con una soga atada a su ventilador de techo. A los pocos días decidió que aquella había sido una decisión errada y se pasó varias semanas gritando para que alguien lo ayude a bajar. Según el archivo, un jardinero que rondaba por esos lugares vio por una ventana el cuerpo colgando y llamó a las autoridades. Cuando la policía llego al lugar del siniestro, nuestro sujeto (como todo buen alemán) les estuvo gritando largo rato, exigiendo que lo bajasen –cosa que no se podía, según el protocolo policial: primero había que descartar que haya sido homicidio –, y una vez bajado, pidió que le notificaran a su madre que se había suicidado, pero que ya estaba muy arrepentido.

Curiosamente, al leer libros de historia, nos podemos dar con la sorpresa de que en siglos pasados no se narran incidencias de esta naturaleza; de lo cual podemos desprender que este fenómeno, por el cual nuestros muertos vuelven a la vida, es relativamente reciente. Seguramente esto os sonará raro y sorprenderá a muchos, ya que nadie se imagina un mundo donde los muertos permanezcan simplemente muertos.

jueves, 5 de mayo de 2011

Tú, yo y The Who

Estuvimos dos horas sentados en un pequeño parque cerca de casa. Empezamos hablando sobre el rock de los 90, solo para terminar dando pistas de música de décadas más lejanas. Para mí, el veredicto final era decir que el rock psicodélico de los 60 había sido la cumbre del estilo, y que Led Zeppelin había echado a perder toda una tradición de blues rock añadiéndole elementos pomposamente innecesarios. Ella, en cambio, creía que la cima se había alcanzado en los 80, década en la cual –decía ella- se había incorporado el elemento divertido al rock, para dejar de lado los orgasmos fingidos que tenían los guitarristas de décadas pasadas en pleno escenario, durante los festivales hippies.
Esta diferencia ‘musical’ no tenía nada de relevante. Ya nuestras discrepancias de estilística se habían manifestado en los muchos ensayos que habíamos tenido, para la banda anónima en la que tocábamos juntos. En principio, nuestros gustos no eran tan diferentes como parecía a primera vista. Compartíamos la pasión por el blues, lo cual nos ayudaba a hablar un lenguaje más o menos parecido, por ejemplo cuando decidíamos que no había nada más satisfactorio que una simplona improvisación en La Menor. La pelea empezaba cuando ella traía a tallar en la conversación a Stevie Ray Vaughan (o SRV, como ella prefería llamarlo), guitarrista de su más profunda admiración y que yo odiaba mucho. Luego entrábamos en la larga discusión de conceder un grado de divinidad a Eric Clapton: mientras yo consideraba que el guitarrista británico tenía el rango de Dios, ella prefería optar por creer que había sido un ‘pequeño querubín con algo de suerte’. Luego recordábamos a Hendrix en sus motivadoras presentaciones en vivo, porque por adelantado acordábamos que no había sido un gran guitarrista en estudio. En mi opinión, Woodstock había sido un magnífico despliegue de energía antes que una presentación de calidad musical; para ella eran un montón de hippies sin nada mejor que hacer. Pero pude sacarle una sonrisa cuando le canté un poco del coro del ‘See Me, Feel Me’ de The Who, el único grupo sesentero al que ella tenía un mínimo de respeto. Entonces empezábamos a hablar sin parar de The Who, grupo que nos gustaba a los dos por igual y que tocábamos, sin falta, en cada uno de nuestros conciertos.

miércoles, 23 de marzo de 2011

De Cristóbal Colón y la redondez de la Tierra.


C.C: La Tierra es redonda.
G: ¿Y qué hay de bueno en ello? ¿Será que alguna vez se me ocurrirá explorar la Tierra de par a par?
C.C: Nunca se me ocurriría pensar tal cosa, pero sepa que es bueno saber sobre las cosas que nos rodean.
G: Pero, ¿la Tierra nos rodea o será que nosotros rodeamos la Tierra? ¿No andamos acaso como pequeños parásitos deambulando sobre sus cortezas?
C.C: ¿Cree usted que la Tierra esté viva?
G: Yo puedo creer lo que quiera, así como no fiarme de tantos asuntos que vienen del hombre.
C.C: ¿Creerá usted lo que le he hablado sobre la redondez de nuestra Tierra?
G: Pues me ha dicho poca cosa. Tal me podría decir otra persona, quizás, que la Tierra es un cubo o, si prefiere, una pirámide: la mítica figura.
C.C: ¿Y a ellos sí les creería?
G: No creo nada en principio, pero si son hábiles de lengua podrían convencerme.
C.C: Le convenceré, entonces. Le haré ver que la Tierra es redonda.
G: Explíqueme enseguida esta locura suya.
C.C: ¿Sabe usted que si parte de un punto cualquiera y anda recto sin parar, podrá usted volver a su punto inicial?
G: Nunca he hecho tal cosa y no creo que nadie en su juicio lo hiciera. Entonces puedo creer que si alguien lo hace sería loco u orate, y así volviese al mismo punto y me dijera ‘¿Vio usted? ¡He llegado al mismo punto!”, pues no me fiaría de él, porque la locura nubla cualquier juicio.
C.C: Tiene razón en ello, no hay que fiarse de los locos. Pero mire, ¿usted ha visto como un barco se pierde en el horizonte? Esto es, se hace cada vez más pequeño y termina por perderse de vista. Tal cosa no pasaría si nuestra Tierra fuese plana.
G: Venga a saber que tengo mejores cosas que hacer que andarme fijando en los barcos. Los miro cuando están muy cerca, porque me impresiona la ingeniería naval empleada en ellos: son sin duda obra maestra del ingenio humano. Pero ¿para qué fijarse en ellos en la distancia?
C.C: Podría ser por pura curiosidad.
G: Entonces la Tierra sería redonda sólo para los curiosos, y para el resto sería lo que siempre ha sido.
C.C: Ignorar algo no hace que esto no sea cierto.
G: Y saberlo tampoco lo hace cierto. Aristóteles veía que las aves se perdían en la inmensura del mar y retornaban mucho tiempo luego, y entonces supo que ellas dormían en el fondo de los océanos.
C.C: Aquello es errado.
G: No lo es. Aristóteles lo sabía, y nunca nadie le probó lo contrario, por lo que lo siguió sabiendo y seguramente murió convencido de ello. La verdad, amigo mío, es aquello que estamos convencidos de saber.