Dígame, mi ilustradísimo amigo, si alguna vez le ha
inquietado esta cuestión: ¿Qué es verdaderamente el frío? Ya los más
intelectuales que usted y que yo han respondido en teoremas complejísimos fuera
de mi entendimiento: El frío es la ausencia de calor.
Qué tajante respuesta y a la vez tan inconforme con las
verdaderas inquietudes de nuestro siglo ¿no le parece? No hace más que
despersonalizar el asunto, quitarle sin asco todo rastro de vida a nuestro
amigo el frío. Es muy típico de los hombres de esos lugares diseccionar todo, “convertir
todo en momias” decía el filósofo que usted conoce.
Ya muy bien lo ha dicho el poeta: “El frío es compañero/es el
alivio del hombre/es el despertar del mundo sin cobijo/es la naturaleza en su
verdad”. Y hay más sabiduría en esas palabras pocas que en todas las que han
pronunciado los amantes del teorema, los amantes de las momias. Y luego nos ha
dicho, con mayor firmeza que antes “temedle al calor/porque no hay nada de
verdad en él”. Ello es tan cierto, es el secreto alzado. Dígame sino por qué
los hombres aman tanto el calor si no es por su falsedad: tal como los hombres
aman sus abrigos, que no son sus pieles; y aman a sus caballos y mulas, que no
son sus pies; y aman las paredes y techos de sus hogares antes que la infinitud
del universo al aire libre. El hombre moderno ama lo que no es, ama lo que no
se le ha dado por don natural. Nos dice que ama la naturaleza, pero tan solo le
ama cuando esta es arrancada de su verdadero don: la naturaleza no es más que
una atracción artificial para el hombre moderno, es un producto puesto a la
deriva. Desplanta los árboles de un bosque virgen y los planta en un parque
cerca a su hogar: solo así puede admirarlos, solo así se atreve a visitarlos. Y
déjeme decirle, mi amigo ilustrado, que ese árbol desplantado ya no es
naturaleza, ese árbol ya no es don. Ese árbol es producto, ese árbol es
defecto.
Y esto explica el asunto que argumentaba antes. El amor del
hombre por el calor es tan falso como su amor a lo natural. El hombre natural
desprecia el calor y ama el frío, pero ya queda dicho que el hombre moderno
tiene amores falsos. Y esos amores, en tanto falsos, se dan por las cosas
falsas: y no hay cosa más falsa que el calor. Y, a su vez, no hay nada más
verdadero que el frío, y por eso ha de odiarlo con toda el alma, debe quitarlo
de la ecuación para poder estar tranquilo.
Sobre este asunto he discutido con los hombres del África,
que son mucho más hombres que el resto; aman a la especie con mayor fervor,
viven en comunión con sus cuerpos y con los cuerpos de los otros. Y no es
sorpresa que estos hombres, más verdaderos que los otros, sean los que
realmente desprecian el calor y le rezan al frío, pues son sinceros con sus
almas, son los dioses entre los hombres. El resto de hombres no son tal cosa,
son ruines e insectos.
Deberemos debatir más sobre el asunto, amigo ilustrado,
porque la inquietud sobre la verdadera definición del frío en tanto es lo
verdaderamente natural queda pendiente. No sobreviene a mí discurrir sobre tal
materia, porque ya antes el poeta ha descrito mejor que yo el asunto, y usted que
algo tiene de poeta, y también algo de
sabio, podrá hacer discurso de esta materia, que tiene mucho de bello.