viernes, 26 de marzo de 2010

El silencio de ti...

Ojalá hubieses callado antes. Cómo deseaba ello, querida. Y que no soltases de paporreta todo lo que tenías por decir. Ese era tu signo de vida: la lengua moviéndose. Y en todo caso tu silencio habría sido santo, pero no lo fue en tu presencia.
- ¿Recuerdas cuando mi madre murió? -me dijiste, con tu vocecita muda; un hilo en el aire, podría llamársele -No fuimos a velatorio, ni entierro. Más grave aun, no le hemos dado visita.
- Así ha pasado todo ello ¿no? Esto debe joderle tremendamente a dios. Tu madre no era santa, pero era una buena mujer. Y mejor cocinera que mujer.
Me quedaste mirando, con un rastro de sorpresa que se asomaba. Luego empezaste a reír de nada y calláste.
- ¡No hay peor que tú! -me dijiste, mucho luego -Te haré callar, eso es. No dejaré que hables mucho más. Siempre andas soltándo la bilis en tus palabras. El malhumor es tu lenguaje; tu lengua se mueve incesante y caprichosa. Punto; no hables más.
Yo sonreí e intenté fingir algo de una culpa que no sentía. Era ella la que nunca callaba, la que comenzaba el parloteo y nunca lo acababa. Y yo no daba respuesta; yo me limitaba a las muecas que, a manera de respuesta, intentaban desesperadamente cesar el diálogo.
- Y si yo hablo y nadie más, eso basta para nuestro buen humor ¿eh? Soy sonriente, pero para nada ingenua -reanudaste su incesante monólogo -Verás que ya np te dejo hablar. Y el silencio podría matarme, y así será: morirás en silencio, sin poder decir nada antes de caer al suelo. Y así como con mi madre, no daré visita a tu lápida.
Yo pensaba en otros asuntos. Evitaba dar cuerda a tu lengua, moviéndose de arriba a abajo, de lado a lado, y soltando las vibraciones en el aire que, de alguna manera, enturbiaban el ambiente, lo hacían denso y me afligian el pensamiento. Asentí con la cabeza un par de veces, sin saber lo que decías, sin saber si acaso aprobaba algo de lo que podía arrepentirme.
Ojalá hubieses callado y todo hubiera seguido un curso un poco más natural: el curso de una comunicación deficiente, pero que traía consigo una mayor felicidad mediocre.
Nunca callabas; se podría decir que era enfermedad. Hablabas sola, consciente de que nadie oía; las paredes inertes hacían de acompañante fiel. Aún en sueños, seguías tu cháchare sin que nadie le diese respuesta.

Y al día siguiente ya no estabas. Te habías ido y listo. No me lo habías anunciado, pero nada de ello me sorprendió. No esperé alguna nota sobre mi mesa de noche, ni alguna llamada que me contáse donde estabas entonces.
- Y hasta que por fin te calláste, querida. -dije, potente, el día después de tu ida.
Pero ya no estabas allí para escuchar. Ya no me hablabas y el día estaba apagado.
Seguramente seguías hablando, y mucho, en el lugar donde estuvieses ¿te respondería, alguien? No había peor cosa que ello: saber que hablabas sin remedio, que soltabas todo ello que guardabas dentro y que yo no estaba ahí para oír a detalle, para ver tus labios moverse, agudos y profundos, amantes de la fricción y del contacto humano.
Ojalá hubieses callado antes, amor mío.