domingo, 13 de diciembre de 2009

La triste realidad de Alaska

Es por consenso general que entendemos que “2 + 2 = 4” o que la pizarra verde siempre es verde y que los años luz miden distancia y no tiempo. Pero ¿estamos de acuerdo con todo ello? Déjenme decirles que allí, donde dos más dos no sea cuatro y donde pueda ver azul la pizarra verde, es donde comienzo a divertirme un poco. Entonces yo podría decir que los años luz pueden ser guardados en una lámpara y alumbrar mi habitación por un buen rato, o que cuando oigo la voz de mi amada abuela al teléfono no hay otra explicación que la de los procesos telepáticos que existen entre ella y yo ¿Y la cigüeña trae a los bebes? No, tampoco hay que caer en la estupidez. Todos sabemos que las cigüeñas están demasiado ocupadas cuidando a sus propios polluelos; o bien podría hacerse un pacto: las cigüeñas traen a los bebés a sus casas, y nuestras madres llevan a los polluelos a sus nidos ¿todo eso para qué? Por amor a la especie ajena y por la misma razón por la cual se dan todos los intercambios: el exceso de tiempo libre y la falta de ocupación.
Y así veríamos cigüeñas pasearse por París cargando bebés, y madres corriendo en dirección a África Oriental, apuradas por llevar a tiempo a pequeñas aves recién salidas del cascarón ¿y por qué esa devoción a París? Yo nunca la he entendido del todo, ha de ser por su fama de “la ciudad del amor”, cosa que tampoco entiendo. Pero hay asuntos que si están claros: si París es la ciudad del amor, entonces hacemos un trazo en un mapamundi y determinamos el punto opuesto (con longitud y latitud de por medio). Pues nos damos con la sorpresa que Alaska es “la ciudad del odio” (suena lógico para mi), así que por allá todo el mundo debe andar peleándose, divorcios por doquier, quizá un par de asesinatos. Vaya desastre, mejor y nunca viajo a Alaska; seguramente las cigüeñas ni pasan por allí, porque las parejas se odian tanto que no llegan a tener hijos. Pobre Alaska, donde las cigüeñas no pasan, donde dos más dos es cuatro, donde las pizarras son siempre verdes y donde los años luz miden distancia y no tiempo.


domingo, 6 de diciembre de 2009

Los momentos y no más


Me di cuenta que en mi jardín habían desaparecido los geranios, aquellos que yo arrancaba cuando niño ¡Vaya desastre! Un asunto que pudo haber pasado desapercibido, pero ahora que había sido avistado, causaba una tremenda nostalgia en mí, como si fuese un asedio a mi persona, mas que nada a mi niñez: la niñez es un eterno arrancar de geranios, después de todo. Decidido, fui y se lo conté a mi madre.
Ella, mi madre, era la que cuidaba con esmero aquel jardín. Yo, pese a amar la contemplación de los tallos y las espesas hierbas que se dibujaban, los insectos que revoloteaban cual selva para los hombres en los senderos que se formaban de flor en flor, nunca sentí interés por el quehacer de la jardinería, y aquello era por la más arraigada comodidad y un terrible odio a la faena de la tierra.
Se lo dije, lo pronuncié de manera exagerada y hasta solemne, con la urgencia de su respuesta inmediata y con propósito de evadir la resignación. Le dije que los geranios, todos ellos, se habían esfumado. Ya no estaban allí, tan plantados como siempre y tan a la espera del sol que los atraiga o de la mano que los acaricie, le dije. Luego, ya por capricho, añadí que en su lugar se habían alzado rosas rojas, que se estancaban de reto al pasto y que fingían ornamenta. Debo decir que no hay flor que odie mas que las rosas. “Las rosas son vulgares” le dije, y es que belleza no les falta, pero todo el mundo anda llevando y trayendo rosas. A la madre, a la prometida, a la mujer, a un bautizado, a un fallecido. Todo eso hacía que las calificase de vulgares, y por lo tanto inservibles. Los geranios, en cambio, en su simpleza y groseras proporciones, comulgaban una belleza menos pretenciosa. Pero ya no más en mi jardín. Idos de un día para otro, de una manera ruin, sin aviso y precipitadamente.
Y mi madre, mi madre con la tabla para picar alimentos y un cuchillo en mano, descuartizando un tomate, seguía mis palabras, pero no les daba respuesta. Observaba el cuchillo y hacía movimientos rápidos con él. Y no me miraba, pero me escuchaba. Más aun no respondía y toda esa cháchara parecía incomodarle. Mientras yo enardecía mi espíritu por los geranios ausentes, ella seguía dándole muerte al ya inerte vegetal, y no paraba, haciendo el ‘clac’ del cuchillo que ha tocado fondo y volviéndolo a alzar. No hay sentencia para condenar tal vileza: la indiferencia.
Sólo cuando di cuenta que había terminado con el cuchillo, me puse ansioso de la respuesta. Ella me miró y sonrío. Era burla, sin duda. Me quedó mirando y me miró mucho más. Con la burla en boca y sacándose un delantal manchado. “No hay geranios. Y es que no los ha habido desde hace cinco años”


(Basado en hechos de la vida real)

jueves, 3 de diciembre de 2009

Música de fondo

Cuando caes al suelo ya empiezas a creer que las cosas están un poco mal. Luego no puedes moverte y la respiración se hace dificultosa. Te estremeces, empiezas a sudar, y los poros se te cierran. Los ojos no se abren más y listo, te das cuenta de lo que sucede: estás en el tránsito a tu pronta muerte.
No es como todos te lo habían dicho. No vislumbras toda tu vida ante tus ojos. Conste que estás haciendo el esfuerzo de recordar infancia y juventud, pero no sucede nada. Todo lo contrario: pareciese que los recuerdos huyen de ti, que te estás quedando sin pasado y toda tu vida se remonta al fatal presente, donde estás muriendo. Y he allí, eso si era verdad, un negro profundo lo invade todo. Entonces empieza a sonar esa, tu canción favorita, la de toda la vida. Te lamentas que ya no la pasen tanto en la radio, porque las modas sólo hacen eso: dejar pasar las cosas y llevarse lo mejor de ti. Allí intentas hacer un último esfuerzo por recodar tu vida posterior, volver al momento en que escuchaste por primera vez tu canción, pero notas que ya no hay nada que hacer, ya no hay pasado alguno e igualmente, no hay futuro; ni paramédicos, ni el azar te sacarán de esta situación.
El sonido de tu canción favorita, apenas e interrumpido por los gritos del amor de tu vida, que grita tu nombre y golpea tu pecho. Te alegra saber que aun sientes dolor allí, donde ella te está golpeando. No le pedirías que se detuviera, aun así pudieses, ya que sabes que es la última vez que la sentirás tocarte. Tu canción cada vez se hace mas fuerte, los gritos de tu amada van desapareciendo poco a poco, ya no sientes sus golpes en tu pecho y el negro profundo que todo lo invade se hace más intenso. Sólo en ese instante te das cuenta que eso es la muerte: un negro infinito alrededor tuyo, acompañado de tu canción favorita como música de fondo, que se repetirá una y otra vez en tu mente, y nada más. Todo eso no suena tan mal. Podrías soportarlo toda una vida…