jueves, 17 de septiembre de 2009

¡Hey, niño avestruz!

Una vez la secuencia de eventos poco afortunados ha posado la mirada en cualquiera de nuestras esencias, la búsqueda de la verdad, o siquiera de la salvación, es tan impertinente como nuestro mérito de ellas.

Así, escondidos bajo las sábanas de la muy débil voluntad, con tan pocas ganas de vislumbrar las circunstancias que ya están por atormentarnos, solo queda esperar a que toquen la puerta, trayendo consigo la reminiscencia de todo lo perdido y todo lo que hemos de perder.

Esos son los muy ridículos espectros del pasado, que dibujan sus hurañas siluetas, y se ocultan a los ojos, pero cuya precipitada aura y su constante tamborileo, que llega a nuestros oídos cual hermoso canto nupcial, es sin lugar a duda una ceremonia de pacto con la ahora bien disfrazada fatalidad.

Y siempre escondiendo la cabeza bajo tierra. No sé a que ave me recuerdas.

¡Qué podridos estamos todos!

jueves, 3 de septiembre de 2009

Dos Pies en el Cielo

II

Que oscura, Saint German, y putrefacta cual colmena de los desfilados roedores de alcantarilla. Y oler todo esto bajo el vislumbrante umbral de hilos de luz de verano, fiero capataz del viaje en acera, es tan inhumano como lo demás.
Todo esto, débil y encorvado, nos ha atrapado por los tobillos y nos ha arrastrado a la cotidianeidad.

A estas alturas ya no queda nadie con quien charlar, en las torcidas vías que han de terminar en la sucia pastelería del Peldaño Mujica.
- Esas colillas no han de fumarse –me miraba de reojo, el viejo testarudo, asustado de mi atrevimiento –Huelen a diantres. Los huevos podridos de Santa Estela.
- Lo de Santa Estela no está tan mal – contuve una risa para lo que había soltado – La vieja no es una cocinera francesa, pero me llena las tripas.
Saque la colilla de mi boca y la pise con el taco del zapato. Ciertamente soltó un asqueroso olor a azufre que tardo varios minutos en escapar de mi nariz.
- La vieja Celia no sabe distinguir entre una espátula y un tenedor –esbozando una sonrisa llena de imbecilidad, el viejo andaba cabizbajo y reflexivo – y llenar la tripa se puede hasta con piedras.
La vieja Celia igualmente se hubiese reído. Por tanto, interceder por ella no tenía la mínima gracia.

Se dibujaba la curva de La Rueda a pocos pasos, y el camino se hacía más angosto. El viejo cepillaba el asfalto con sus suelas lastimeras y yo siguiéndolo con la mirada.
- ¡Tan pronto hemos llegado a La Rueda! –me miró el viejo, con perplejidad –Está tan vacía como se merece. El Peldaño Mujica la ha saboteado muy bien.
Las mesas estaban intactas y con las sillas empotradas encima. Recordé yo las épocas buenas de La Rueda, donde los parroquianos, fieles a Raúl Baldía, llenaban el pequeño local y parecían festejar todas las noches. Cuando el anciano Baldía falleció le aparecieron varios hijos no reconocidos por todo rincón de Saint German, y su preciada franquicia dio lugar a fieras disputas legales, que terminaron por conceder el local a un inexperto burgués, el cual no demoró en sumir al elogiable café en un espantoso bar sin concurrencia.
- Baldía debe estar retorciéndose en su tumba – me esforcé por no decirlo con lástima. El anciano siempre había sido de mi simpatía –Debió llevarse a La Rueda a la tumba consigo.
El viejo me miró y asintió, luego dándome una palmadita en la espalda, haciéndome notar que no había ocultado bien mi rostro de nostalgia.
- ¡Eh, muchachos! –una cuadra adelante, nos gritaron -¡Los esperaba!
Parado adelante nuestro y agitando cordialmente el brazo, estaba Manuel Mujica, invitándonos a pasar al tranquilo y apacible Peldaño. Finalmente un poco de buen descanso y buena comida.