miércoles, 21 de octubre de 2009

El arte de subir y bajar escaleras

«Todo esto me va terminar matando –piensa, casi en voz alta –o acaso he de terminar rompiéndome una pierna. Lo que llegue primero». En efecto. La vida en estos momentos no es sino un subir y bajar de escaleras constante, y el hecho de que su esposa esté enferma en cama no hace sino agravar el asunto.
Quién sabe si no va a concluir en su locura. O no; la locura no sería sino el estado final del asunto ya resuelto. Por el momento todo es (solamente) un pánico al ir y venir, subir y bajar, el adelante y atrás de los pies, que por poco y se le enredan.
Sube, allá en la segunda planta, donde su mujer grita de manera desaforada, con palabrotas de por medio y haciendo sonar una muy ridícula campana. Todo esto ¿para qué?. «Se le ha movido la almohada o el cobertor –frunce el ceño –Alguna ridiculez por el estilo». Sube, para toparse con la sorpresa que únicamente lo llamaba para hacerle recordar que se hacía tarde para llegar a la oficina, cosa que él ya sabía perfectamente, pero que en su afán fingido de buen esposo ha tenido que desplazar en prioridad.
No es que le importe terriblemente llegar tarde a la oficina, pero no puede soportar un segundo más el trayecto que separa la recamara del resto de la casa.
Suena el teléfono, en la primera planta. Se golpea la cabeza con los nudillos: siempre ese asunto de poner un teléfono para cada planta se le hacía totalmente necesario, pero nunca lo terminaba de concretar y ahora se golpea por ello. Ir a la primera planta, contestar el teléfono, para darse cuenta que es su jefe que le pide que llegue un poco mas temprano de lo habitual. «¡Te jodes, cabrón! –lo ha pensado, pero no lo ha dicho», mas bien ha respondido con el exceso de amabilidad muy propio de un subordinado, ha mantenido el auricular pegado a la oreja, que a estas alturas ya estaba harta de los gritos de su mujer; se ha quedado pensando si es que acaso existía la posibilidad de llegar más temprano de lo habitual, considerando pues que el auto estaba prestado y en su terrible odio al transporte público. No, no había posibilidad alguna de dicha meta, pero el jefe ya hace rato ha colgado y llamarlo a excusarse no era sino una tentativa de quedarse sin empleo próximamente. Se desquita con el auricular, el cual devuelve a su lugar con un golpe seco y se queda con la mente en amarillo, peculiar pero cierto.
Acaso no ha de llegar más temprano si es que entra en el desengaño del apuro, pero igualmente un retraso mayor seguramente ha de pagarlo más caro. Todo este pensamiento de salir corriendo, sólo para darse cuenta que ha dejado su maletín en la segunda planta; accesorio menester para el viaje a la oficina, y no es que tenga nada importante en el maletín, pero un hombre de negocios siempre ha de llevar un maletín pesado lleno de papeles (no importa que estén en blanco) ya que sino, si es detenido en la calle, no podrá alegar que anda apurado o acaso que va a llegar tarde y puede ser despedido. Además un maletín es un peso en la mano que equilibra el cuerpo rígido, antes, durante y después de la faena laboral, y sin este, seguramente, un día en la oficina se haría más cargado de lo habitual.
Sube entonces, nuevamente, a la segunda planta, corriendo y se da cuenta que ha llegado arriba mas rápido de lo habitual. Ha de ser el constante ejercicio del día. Entra a la recamara, su mujer duerme o medita con los ojos bien cerrados. Camina de puntillas, toma el maletín, que al tacto le causa el gran alivio de estar listo para retirarse a la oficina. Su esposa abre los ojos, lo contempla, le da un fuerte grito diciéndole que ha de llegar más que tarde a la oficina y que si se queda sin empleo, no dudará en echarlo de la casa. Singulares respuestas se le han ocurrido, pero la prisa no permite replantearlas para soltarlas con mayor amabilidad, así que solo sonríe burdamente y se despide con un insípido agitar de brazo, mientras el otro, gozoso, sostiene firmemente el maletín.
Ya todo está listo. Baja las escaleras, casi a brincos y tropiezos. Piensa mucho que si acaso existiese un peldaño más, sería una caída segura y su día estaría arruinado. Abre la puerta que da a la calle, está a punto de salir y recuerda otro de los asuntos pendientes. Y es que se ha olvidado sus cigarrillos en su recamara, pero ahí está su esposa y volver a verla es todo un peligro para los nervios. Igualmente, ha dejado un par de cigarrillos en la guantera de su Ford. Ya casi está afuera pero recuerda que el Ford ha sido prestado y que no será devuelto sino dentro de tres días más.
No hay remedio. Ya teniendo una pata afuera, vuelve a asistir a su hogar, cierra la puerta, deja el maletín apoyado en el umbral y rápidamente sube las escaleras. Sufre un pequeño tropezón en el último peldaño, nada grave. Considera que ese escalón no estaba ahí hacía dos minutos, pero replantea el asunto y le resulta inverosímil. Entra a la recamara, no hay nadie ahí adentro, escucha el sonido del grifo abierto en el cuarto de baño. Aprovecha la ausencia de su mujer para ahorrarse los gritos y rápidamente busca en el cajón superior de la cómoda la cajetilla que anda buscando. No está ahí. Saltea el segundo cajón y opta por abrir el tercero. No es que le cause antipatía el segundo cajón pero considera inoportuno creer que ahí podrían estar sus cigarrillos. El grifo en el cuarto se cierra, por lo tanto su esperanza de salir lo antes posible de la recamara sin que su esposa se percate se acorta. Tampoco hay lo necesario en el tercer cajón de la cómoda. Abre el segundo y ahí están, los muy burlones cigarrillos que seguramente se movieron del primer al tercer cajón y luego al segundo solo para erizarte los nervios.
Se oyen los pasos en el cuarto de baño ya acercándose a la puerta. No oye en esos pasos sino una premonición de futuros gritos que han de alterarte y desquiciarte.
Sin asuntos pendientes no le espera nada más que el viaje con su único acompañante: el maletín que ha dejado en el umbral de la puerta. Siente el repentino impulso de sostener su maletín lo más rápido posible, y todo esto, agregado al pavor de estar nuevamente ante la presencia de su histérica mujer, lo impulsa a salir rápidamente de la recamara. Pone un pie en el primer peldaño. Curiosamente ese peldaño no estaba ahí antes. Baja de manera atropellada; uno, dos, tres, cinco, siete, diez….resbala…


lunes, 19 de octubre de 2009

L'amour est un oiseau rebelle

«¿Qué es París sin Eiffel, monsieur?» Te pregunta y se queda largo rato mirándote, inquisitivo. No le das respuesta, pero se te erizan los pelos, los nervios te traicionan, titubeas y te echas en el diván.
- No lo sé, no lo sé…-le contestas, te tapas los ojos con la mano e intentas soñar –solamente he decidido dejar este lugar. Me agobian tus cuatro paredes, París.
- Pero…Eiffel. ¡Oh, Eiffel de mis amores! Piénsalo todo dos veces, o acaso muchas veces mas. Nos hemos quedado sin nada, pero lo tenemos todo, todo lo que requerimos, todo lo que necesitamos.
Su voz apenas y llega a tus oídos. No distingues su suplicante verbo, pero igualmente todo esto agobia tus sentidos, te estremece el alma. Le mandas callar y pides la soledad en el reposo.

Mírate, pues. Estás hecho un desastre, de los que andan por las calles y apenas tienen la vergüenza suficiente para ir con la cabeza agachada. Compras tus ropas y las de París en Le Fashion, sigues caminando, te tropiezas con tantos transeúntes y crees que el azul clarísimo del cielo no es sino una pizarra para tus antojos, ahí donde has de pintar las tribulaciones que han de cruzarse en tu vida, ya que estás a punto de partir, de decirle a París que has de dejarlo para emprender un nuevo rumbo, abrir tus pequeñas alas e intentar volar lo más lejos posible. Pero lo amas ¿o no, Eiffel?
«Lo amo», te repites en tu cabeza, pero tus tercos pies ya están tomando otro camino. Vas por la rue Legendre y te topas con un par de conocidos. Esquivas miradas, cabizbajo, doblas en Avenue de Clichy. Te matan los pies, te matan los nervios. Nada como pasear por las tumultuosas calles de la ciudad que no amas tanto.
Allí, de tanto caminar, has terminado en la Opera Garnier. Y te quedas contemplando. Piensas en Le Fantôme de l'Opéra. Te sonríes y sigues tu camino por las soleadas calles parisinas, sin rumbo y con dos sacos embolsados. Uno de los cuales has de regalarle a París, si es que acaso piensas ir a verlo ¿Cuál puede ser el otro plan, Eiffel?
Te encaminas, entonces. Rumbo al Boulevard de Magenta para dar encuentro a París y darle el bonito saco escarlata que llevas en mano. El otro, el de color negro, es para ti, o al menos así lo has pensado. En tu exquisitez podrías invertir el asunto y darle el negro a París y quedarte con el escarlata; aún considerando que a tu amado París no le gustan los sacos negros, has sido tú el que se ha dado el trabajo de ir a comprarlos, y Le Fashion no es sino uno de los lugares mas caros de la ciudad, así que has de engreírte un poco mas a ti mismo, Eiffel.
Caminas pues, por rue la Fayette y los nervios se te erizan otra vez ¿y si él quiere el saco escarlata, Eiffel? No…pues entonces has de quedarte con el saco negro. Ni modo. Aun así te hubiese gustado tanto el escarlata. En tu momento de brillantez hubieses comprado dos sacos escarlata, pero no tienes muchos de esos momentos; al menos no últimamente.
Y el Boulevard de Magenta te extiende su generoso tramo, lo despliega ante tus ojos. Allí, en el último trecho de la extensa calle, te espera el amor de tu vida, el muchacho por el que te metiste en toda esta aventura a la europea. Aquel que te ha retenido ya casi dos años en esta ciudad que no amas tanto.

Él ya huele todo el asunto. Sabe de tus pretensiones de independencia, de tu afán de emancipación. Ha sospechado todo cuando te has echado a llorar aquella tarde y casi terminas sumergiéndote en las aguas del Sena, pero él te detuvo, justo cuando tus dos pies se apartaban del filo mismo del Pont d'Austerlitz. Te abrazó contra su pecho y te ha besado como a un niño. Te llevo de la mano a casa y no te pidió explicación alguna, pero lo ha guardado todo muy bien ¿no lo crees así, Eiffel?
Pero para ti, un hombre que anhela la libertad, toda esta muestra de amor no es suficiente. O al menos no por ahora. Por el momento, solamente piensas en surcar los cielos en un avión similar al que te trajo por acá.

Por fin, has llegado. Te has parado y has contemplado el alto edificio, ventana por ventana. Y ahí, en el sexto o séptimo piso, asoma su cabeza. París mirando bruscamente al horizonte y quebrando con la mirada el pequeño parque de la acera de enfrente, casi soñador.
-¡París! –le has gritado y has agitado la mano -¡Paris, mírame que ya he llegado!
Ha bajado la mirada, te ha contemplado con rudeza, pero ha ido ablandando el rostro y su ceño fruncido, hasta culminar en una notoria sonrisa.
-¡Oh, Eiffel!¡Si mereces el peor de los castigos!¡He estado esperando las horas necesarias, aquí, contemplando las calles por ti, sólo por ti!
Rápidamente ha dejado la ventana para venir a tu encuentro. Mientras baja has estado mirando el parque de enfrente ¿no es allí donde se conocieron? Pues no. Pero es tan romántico imaginarlo así. Es, acaso, el parque mas interesante de esta ciudad, de la ciudad que no amas tanto y de la que quieres huir.
Y de repente, ahí, enfrente tuyo, ya está parado el hombre de tus amores, y que a la vez es tu carcelero. El mismo que no te ha dejado huir y lo odias por ello. El mismo que ha impedido que tu cuerpo flote inerte en las diáfanas aguas del Sena y lo odias por ello. El mismo que te besa y te acaricia todo el cuerpo con una intrépida lujuria y recorre tus tensos músculos para hacerte sentir sensaciones nuevas, y lo amas por ello.
Allí, plantado a menos de un metro tuyo, aquel hombre alto y de esos ojos brillantes y bien formados ¿es razón suficiente para quedarte, Eiffel?
Te ha tomado de la mano, ha hecho una reverencia, te la ha besado y se ha vuelto a poner de pie, sonriéndote con la misma candidez del primer día que se vieron, hacia ya poco mas de dos años. Luego ha mirado las bolsas que cargas.
-¿Qué llevas en las bolsas, Eiffel? –te ha preguntando, como un niño emocionado que aguarda un presente.
Le has sonreído y has alzado una de las bolsas, dejando la otra apoyada contra el empedrado. Has sacado el contenido y le has mostrado el saco, el escarlata.
París se ha quedado embobado un largo rato, ha acariciado el saco, ha sentido la suavidad del tejido. Luego se ha abalanzado contra ti y te ha dado un largo beso en los labios y te ha abrazado con fuerza.
-Pero…si eres terrible, Eiffel –te ha dicho sonriente, tomando en sus manos el saco –Esto debe costar una millonada, querido. ¿Le Fashion, eh? La mala costumbre no te la quita nadie, Eiffel mío.
Se lo ha probado y voilà, le queda tan magnífico como te lo habías imaginado. Sus delicados hombros encajan perfectamente tras la rojiza tela. Su rostro, bastante pálido, resplandece como una luz, y sus suaves bucles contrastan con el saco.
-Está perfecto, París. Mas que perfecto…-le has dicho y te has quedado mirando.
Te ha tomando nuevamente de la mano, y esta vez te ha halado consigo. Apenas has podido coger la bolsa con el otro saco y seguirle el paso.
-Pues esto habrá que celebrarlo…-te ha dicho muy alegre, aun halándote –Cómo si pudiésemos darnos estos lujos ¿eh, Eiffel? Pero bah, el gasto ya está hecho y unos gastos más no nos harán daño. O quizá si, pero no ha de matarnos.
Se ha detenido, frente al café Piccolo. Te ha lanzado una sonrisa, y te ha hecho señales para que pases primero.
Has cruzado la puerta, has hecho sonar la campana en el umbral y te has quedado mirando el lugar. Te ha traído tantos recuerdos.
Había sido allí, donde tú, pequeño viajero proveniente de Italia, te habías topado con París por primera vez y habías hecho obvio tu agrado hacia su persona.
‘Piccolo’, pues que nombre tan ridículo para un café situado en Boulevard de Magenta, uno de los lugares mas representativos de la metrópoli parisina. Pero a ti, proveniente entonces de Italia, te pareció el único lugar al que eras digno de entrar, ya que no te sentías para nada un poblador de esa ciudad, entonces nueva para ti.
Las banderas italianas en las paredes te hicieron reír. Esa era la idea de patriotismo que tenían los italianos, llenar de banderas cuanta esquina pudiesen, pintar los tableros de las mesas de verde, blanco y rojo y cantar fuerte el Il Canto degli Italiani.

Fratelli d'Italia
L'Italia s'è desta
Dell'elmo di Scipio
S'è cinta la testa
Dov'è la vittoria?
Le porga la chioma,
Ché schiava di Roma
Iddio la creò


Todo esto te recordaba mas a Mussolini y al saludo romano que expresaba Il Duce, antes que a tu queridísima Italia, ya casi extraída de tu memoria, para ser reemplazada por el sinnúmero de monumentos parisinos que apenas y despertaban algún interés en ti.
¿Has despertado, Eiffel? Pues si, has despertado. Te has dado cuenta lo lejos que estás de casa, de los lugares que amas, de la ciudad que anhelas.
Y ahí, el hombre que ha enturbiado tus sentidos, parado frente a la puerta, sonriéndote con toda la bondad (o será acaso malicia).
Pero no, has decidido que todo esto debe terminar. Has cogido la bolsa con el saco y se la has lanzado a la cara, lo has desconcertado. Has aprovechado el pánico para salir huyendo del local, mientras todos los parroquianos te observaban con curiosidad.
Has salido al Boulevard de Magenta y has mirado al cielo, a la pizarra azul donde has de trazar tu destino. Y si, ahora estás dispuesto a trazarlo.
Has corrido, como los mil demonios, dejando tu alma atrás. No has titubeado esta vez cuando has oído sus gritos atrás. «!Eiffel, amor mío¡». No, Eiffel. No debes retroceder. Ya todo esta planeado, ya sabes a donde vas y a donde no vas y sabes además como va acabar todo el asunto. Vaya ingratitud la tuya. Mejor has de voltearte unos segundos, lo ves allí a lo lejos, parado en la puerta del café, apenas y puede mantenerse de pie.
-¡Adieu, París! Je t’aime –le has gritado, te has vuelto a dar vuelta y has seguido corriendo, todo está hecho.
Corres. Boulevard de Magenta, luego Boulevard du temple, luego Boulevard Beaumarchais, luego Boulevard de la Bastille. Y ya, ahí, frente a ti, ya casi llegas: el Pont d'Austerlitz, allí mismo, en el mismo lugar de siempre, el de los fatales recuerdos.
Te acercas, te asomas, miras al cielo una vez mas y ves ahí dibujado el triste destino de un extranjero en París, finalmente has de dejar la ciudad que no amas tanto y has de volver a casa, a donde perteneces, Eiffel; el Sena enfrente tuyo, y saltas…



martes, 13 de octubre de 2009

La vie


Los rayos oblicuos de un sol poniente sobre tu gastado rostro tras un día lleno de los trajines propios de un hombre de ciudad. La piel arrugada, recordándote tu condición de humano que algún día se hará polvo bajo las espesas capas de tierra que han de cubrir un inerte conjunto de tejidos. Así te sientes ahora, pero una vez en cama, soñarás. Tu pesado cráneo hará contacto casi místico con la suave espuma de tu almohada y te engañaras a ti mismo creyendo que el día ha pasado rápido, cuando en realidad, mientras duró, a duras penas el segundero daba una vuelta entera a tu insulso reloj de hojalata y no podías contener tu propio organismo, mientras tu alma se liberaba de tu cuerpo solamente para soltar notorios quejidos.

"Ha sido un día duro en el trabajo", le querrás decir, pero ella ya duerme hace bastante antes de que hicieras tu heroica llegada. No la culpes; son altas horas de la noche y ella no es igual de laboriosa que tú. Igualmente no se lo hubieses dicho.

Ella siempre anda quejándose de tus comentarios derrotistas en los que te meces todas las noches, pretendido enaltecerte en tu labor obrera. Porque eso es lo que eres: un obrero al servicio del patrón, aquél que te hace sudar y no suda ni un poco, aquel que ríe ante tus peripecias mundanas, tus desgracias citadinas.

Y dinos ahora ¿no te sientes desgraciado? Pues sí, así te sientes. Y no sólo eso. Te sientes perturbado por el día nuevo que ya se asoma. Le guardas terror a estos eventos repitentes que te acosan. Pero ¿a quién has de contárselo? Si aquella, tu fiel acompañante de toda la vida, no es sino un costal de mal humor que pareciera esperase que abras la boca para abofetearte de manera casi instantánea con reproches de toda índole, de mala gana y con el rostro arrugado, haciendo perversos mohines propios de algún verdugo que condena con la mirada.

Qué poco sentido tiene tu existencia cuando te pones a reflexionarlo así, bajo el umbral de una tenue luna que apenas y te alumbra. Se te estremecen los huesos y preferirías dormir a estar socavando en tu terrible condición. Se te hiela la piel. Qué irónico que ese abrasador sudor que templa tu cuerpo sea producto de una alta fiebre nocturna, pero no te has percatado de eso y no hay nadie que lo haga por ti.

¿Has tomado en cuenta, acaso, que ya han pasado varias horas desde tu llegada? No, no lo has hecho. Sigues pensando que acabas de entrar en el gélido hogar tuyo y que aun te restan largas horas de reposo. Pero te engañas y mañana por la mañana (¿o acaso hoy mas tarde?) te arrepentirás de estos prescindibles e inútiles pensamientos de introversión que al fin y al cabo sólo minan tu ya bastante flácido amor propio.

Te acurrucas un poco mas, creyendo que así conciliarás el sueño de manera más rápida. Te deslizas entre las sábanas y te cubres del todo. Se te corta la respiración, así que vuelves rápidamente a las afueras, escapando de lo que sería el más cómico final para una vida tan desgraciada. No podía ser así. Una existencia tan trágica debía tener un final igualmente trágico ¿Te pones a imaginar los posibles eventos que podrían acabar con tu miserable estadía sobre tierra? No. Eres muy cobarde para ello. El sólo intento de evocar a la muerte te produce fuertes dolores de carne, se te erizan los pelos y tu insomnio se agudiza, entrando en el círculo vicioso del mal descanso.

A veces te las das de indolente ¿no? Te haces el todopoderoso, el que no se aterra frente a las fieras circunstancias que te rodean, el que no se arrodilla ante nada. Rápidamente te estrellas contra la realidad que se erige ante ti, imponente. Y tú, caes en tus rodillas, apenas y tienes la dignidad como para alzar el rostro y vislumbrar tu paupérrima situación de condenado, de flagelado, de circunscrito a las condiciones que se decreten.

Ni modo, te han entrado las ganas de ponerte de pie, pese a que las estrellas aun tiritan de manera burlona y arrogante. Te has escurrido delicadamente hacia la puerta de tu habitación, sin hacer el menor ruido, para no despertar a la fiera. Y ya. Ya estas en el pasadizo de afuera, un poco mas a salvo. Caminas un poco menos sigiloso. Recorres el no tan largo pasadizo y llegas al comienzo de las escaleras, las de caracol. Las bajas lentamente y en el cuarto escalón, contando desde arriba, casi sufres un resbalón. Te incorporas rápidamente. Te ríes un poco de ti mismo y sigues bajando, ya con menos prisa. No quieres sufrir otro resbalón.

Una vez das lugar al último escalón, recorre tu cuerpo una sensación de victoria, de esas que no te has permitido mucho en la vida. Contemplas el hall de entrada, que es tu rincón favorito de la casa. O mejor dicho, intentas contemplarlo. Todo está muy oscuro y solo percibes opacas figuras de azules oscuros con las que no te familiarizas, y no eres tan intrépido como para encender la luz.

Te acercas a la puerta de entrada, pones tu fría mano sobre el tibio picaporte y lo giras. Se suelta un ligero sonido, propio de las bisagras sin aceitar. Nada para alarmarse. Pero tus enturbiados nervios son susceptibles a cualquier ridiculez.




(de esos cuentos que uno deja inconcluso por haber perdido la ilación...)

jueves, 1 de octubre de 2009

El no-descubrimiento de América



¿Hemos, acaso, descubierto la Tierra Prometida? No. Porque no sabemos nada. Nuestros sesos están fundidos en ignorancias y en quimeras que nunca toman forma real.
Zarpamos a altamar y nos perdemos en lo plano del mundo. Los océanos son todos del mismo nombre. La tierra a la vista no es mas que eso: un pedazo inmundo de islotes que se cuelan en el ojo; nada por delante y nada por atrás.
¿Y para qué queremos explorar esas ariscas tierras pobladas de negros involucionados? ¿Son acaso poseedores de la buena fortuna o de rituales que convengan con nuestros propósitos? Sinceramente, lo dudo mucho.
No vale la pena surcar las turbias aguas de estos mares para alcanzar poblaciones de mentes más turbias aún. Que besan la tierra, que adoran al sol, que apenas y cubren sus muy adefesiosos cuerpos.
Qué horrible fortuna nos han asignado. Qué derroche del preciado tiempo que veo escurrirse entre nuestras gastadas manos.

Es por todo esto que he decidido dar marcha atrás en el viaje, aunque esto signifique la más dura sanción en tierra de reyes. Yo, humildemente, renuncio a estas tres embarcaciones y cedo mi puesto a quien anhele adentrarse en utopías mas que en la laboriosidad propia de un hombre de mar o aquel cuyo tiempo no valga acaso mas que los lingotes con los que se me ha pagado esta farsa de viaje de descubrimientos.


Cristóbal, hijo de Doménico.