domingo, 6 de diciembre de 2009

Los momentos y no más


Me di cuenta que en mi jardín habían desaparecido los geranios, aquellos que yo arrancaba cuando niño ¡Vaya desastre! Un asunto que pudo haber pasado desapercibido, pero ahora que había sido avistado, causaba una tremenda nostalgia en mí, como si fuese un asedio a mi persona, mas que nada a mi niñez: la niñez es un eterno arrancar de geranios, después de todo. Decidido, fui y se lo conté a mi madre.
Ella, mi madre, era la que cuidaba con esmero aquel jardín. Yo, pese a amar la contemplación de los tallos y las espesas hierbas que se dibujaban, los insectos que revoloteaban cual selva para los hombres en los senderos que se formaban de flor en flor, nunca sentí interés por el quehacer de la jardinería, y aquello era por la más arraigada comodidad y un terrible odio a la faena de la tierra.
Se lo dije, lo pronuncié de manera exagerada y hasta solemne, con la urgencia de su respuesta inmediata y con propósito de evadir la resignación. Le dije que los geranios, todos ellos, se habían esfumado. Ya no estaban allí, tan plantados como siempre y tan a la espera del sol que los atraiga o de la mano que los acaricie, le dije. Luego, ya por capricho, añadí que en su lugar se habían alzado rosas rojas, que se estancaban de reto al pasto y que fingían ornamenta. Debo decir que no hay flor que odie mas que las rosas. “Las rosas son vulgares” le dije, y es que belleza no les falta, pero todo el mundo anda llevando y trayendo rosas. A la madre, a la prometida, a la mujer, a un bautizado, a un fallecido. Todo eso hacía que las calificase de vulgares, y por lo tanto inservibles. Los geranios, en cambio, en su simpleza y groseras proporciones, comulgaban una belleza menos pretenciosa. Pero ya no más en mi jardín. Idos de un día para otro, de una manera ruin, sin aviso y precipitadamente.
Y mi madre, mi madre con la tabla para picar alimentos y un cuchillo en mano, descuartizando un tomate, seguía mis palabras, pero no les daba respuesta. Observaba el cuchillo y hacía movimientos rápidos con él. Y no me miraba, pero me escuchaba. Más aun no respondía y toda esa cháchara parecía incomodarle. Mientras yo enardecía mi espíritu por los geranios ausentes, ella seguía dándole muerte al ya inerte vegetal, y no paraba, haciendo el ‘clac’ del cuchillo que ha tocado fondo y volviéndolo a alzar. No hay sentencia para condenar tal vileza: la indiferencia.
Sólo cuando di cuenta que había terminado con el cuchillo, me puse ansioso de la respuesta. Ella me miró y sonrío. Era burla, sin duda. Me quedó mirando y me miró mucho más. Con la burla en boca y sacándose un delantal manchado. “No hay geranios. Y es que no los ha habido desde hace cinco años”


(Basado en hechos de la vida real)