martes, 13 de octubre de 2009

La vie


Los rayos oblicuos de un sol poniente sobre tu gastado rostro tras un día lleno de los trajines propios de un hombre de ciudad. La piel arrugada, recordándote tu condición de humano que algún día se hará polvo bajo las espesas capas de tierra que han de cubrir un inerte conjunto de tejidos. Así te sientes ahora, pero una vez en cama, soñarás. Tu pesado cráneo hará contacto casi místico con la suave espuma de tu almohada y te engañaras a ti mismo creyendo que el día ha pasado rápido, cuando en realidad, mientras duró, a duras penas el segundero daba una vuelta entera a tu insulso reloj de hojalata y no podías contener tu propio organismo, mientras tu alma se liberaba de tu cuerpo solamente para soltar notorios quejidos.

"Ha sido un día duro en el trabajo", le querrás decir, pero ella ya duerme hace bastante antes de que hicieras tu heroica llegada. No la culpes; son altas horas de la noche y ella no es igual de laboriosa que tú. Igualmente no se lo hubieses dicho.

Ella siempre anda quejándose de tus comentarios derrotistas en los que te meces todas las noches, pretendido enaltecerte en tu labor obrera. Porque eso es lo que eres: un obrero al servicio del patrón, aquél que te hace sudar y no suda ni un poco, aquel que ríe ante tus peripecias mundanas, tus desgracias citadinas.

Y dinos ahora ¿no te sientes desgraciado? Pues sí, así te sientes. Y no sólo eso. Te sientes perturbado por el día nuevo que ya se asoma. Le guardas terror a estos eventos repitentes que te acosan. Pero ¿a quién has de contárselo? Si aquella, tu fiel acompañante de toda la vida, no es sino un costal de mal humor que pareciera esperase que abras la boca para abofetearte de manera casi instantánea con reproches de toda índole, de mala gana y con el rostro arrugado, haciendo perversos mohines propios de algún verdugo que condena con la mirada.

Qué poco sentido tiene tu existencia cuando te pones a reflexionarlo así, bajo el umbral de una tenue luna que apenas y te alumbra. Se te estremecen los huesos y preferirías dormir a estar socavando en tu terrible condición. Se te hiela la piel. Qué irónico que ese abrasador sudor que templa tu cuerpo sea producto de una alta fiebre nocturna, pero no te has percatado de eso y no hay nadie que lo haga por ti.

¿Has tomado en cuenta, acaso, que ya han pasado varias horas desde tu llegada? No, no lo has hecho. Sigues pensando que acabas de entrar en el gélido hogar tuyo y que aun te restan largas horas de reposo. Pero te engañas y mañana por la mañana (¿o acaso hoy mas tarde?) te arrepentirás de estos prescindibles e inútiles pensamientos de introversión que al fin y al cabo sólo minan tu ya bastante flácido amor propio.

Te acurrucas un poco mas, creyendo que así conciliarás el sueño de manera más rápida. Te deslizas entre las sábanas y te cubres del todo. Se te corta la respiración, así que vuelves rápidamente a las afueras, escapando de lo que sería el más cómico final para una vida tan desgraciada. No podía ser así. Una existencia tan trágica debía tener un final igualmente trágico ¿Te pones a imaginar los posibles eventos que podrían acabar con tu miserable estadía sobre tierra? No. Eres muy cobarde para ello. El sólo intento de evocar a la muerte te produce fuertes dolores de carne, se te erizan los pelos y tu insomnio se agudiza, entrando en el círculo vicioso del mal descanso.

A veces te las das de indolente ¿no? Te haces el todopoderoso, el que no se aterra frente a las fieras circunstancias que te rodean, el que no se arrodilla ante nada. Rápidamente te estrellas contra la realidad que se erige ante ti, imponente. Y tú, caes en tus rodillas, apenas y tienes la dignidad como para alzar el rostro y vislumbrar tu paupérrima situación de condenado, de flagelado, de circunscrito a las condiciones que se decreten.

Ni modo, te han entrado las ganas de ponerte de pie, pese a que las estrellas aun tiritan de manera burlona y arrogante. Te has escurrido delicadamente hacia la puerta de tu habitación, sin hacer el menor ruido, para no despertar a la fiera. Y ya. Ya estas en el pasadizo de afuera, un poco mas a salvo. Caminas un poco menos sigiloso. Recorres el no tan largo pasadizo y llegas al comienzo de las escaleras, las de caracol. Las bajas lentamente y en el cuarto escalón, contando desde arriba, casi sufres un resbalón. Te incorporas rápidamente. Te ríes un poco de ti mismo y sigues bajando, ya con menos prisa. No quieres sufrir otro resbalón.

Una vez das lugar al último escalón, recorre tu cuerpo una sensación de victoria, de esas que no te has permitido mucho en la vida. Contemplas el hall de entrada, que es tu rincón favorito de la casa. O mejor dicho, intentas contemplarlo. Todo está muy oscuro y solo percibes opacas figuras de azules oscuros con las que no te familiarizas, y no eres tan intrépido como para encender la luz.

Te acercas a la puerta de entrada, pones tu fría mano sobre el tibio picaporte y lo giras. Se suelta un ligero sonido, propio de las bisagras sin aceitar. Nada para alarmarse. Pero tus enturbiados nervios son susceptibles a cualquier ridiculez.




(de esos cuentos que uno deja inconcluso por haber perdido la ilación...)