jueves, 1 de octubre de 2009

El no-descubrimiento de América



¿Hemos, acaso, descubierto la Tierra Prometida? No. Porque no sabemos nada. Nuestros sesos están fundidos en ignorancias y en quimeras que nunca toman forma real.
Zarpamos a altamar y nos perdemos en lo plano del mundo. Los océanos son todos del mismo nombre. La tierra a la vista no es mas que eso: un pedazo inmundo de islotes que se cuelan en el ojo; nada por delante y nada por atrás.
¿Y para qué queremos explorar esas ariscas tierras pobladas de negros involucionados? ¿Son acaso poseedores de la buena fortuna o de rituales que convengan con nuestros propósitos? Sinceramente, lo dudo mucho.
No vale la pena surcar las turbias aguas de estos mares para alcanzar poblaciones de mentes más turbias aún. Que besan la tierra, que adoran al sol, que apenas y cubren sus muy adefesiosos cuerpos.
Qué horrible fortuna nos han asignado. Qué derroche del preciado tiempo que veo escurrirse entre nuestras gastadas manos.

Es por todo esto que he decidido dar marcha atrás en el viaje, aunque esto signifique la más dura sanción en tierra de reyes. Yo, humildemente, renuncio a estas tres embarcaciones y cedo mi puesto a quien anhele adentrarse en utopías mas que en la laboriosidad propia de un hombre de mar o aquel cuyo tiempo no valga acaso mas que los lingotes con los que se me ha pagado esta farsa de viaje de descubrimientos.


Cristóbal, hijo de Doménico.