lunes, 19 de octubre de 2009

L'amour est un oiseau rebelle

«¿Qué es París sin Eiffel, monsieur?» Te pregunta y se queda largo rato mirándote, inquisitivo. No le das respuesta, pero se te erizan los pelos, los nervios te traicionan, titubeas y te echas en el diván.
- No lo sé, no lo sé…-le contestas, te tapas los ojos con la mano e intentas soñar –solamente he decidido dejar este lugar. Me agobian tus cuatro paredes, París.
- Pero…Eiffel. ¡Oh, Eiffel de mis amores! Piénsalo todo dos veces, o acaso muchas veces mas. Nos hemos quedado sin nada, pero lo tenemos todo, todo lo que requerimos, todo lo que necesitamos.
Su voz apenas y llega a tus oídos. No distingues su suplicante verbo, pero igualmente todo esto agobia tus sentidos, te estremece el alma. Le mandas callar y pides la soledad en el reposo.

Mírate, pues. Estás hecho un desastre, de los que andan por las calles y apenas tienen la vergüenza suficiente para ir con la cabeza agachada. Compras tus ropas y las de París en Le Fashion, sigues caminando, te tropiezas con tantos transeúntes y crees que el azul clarísimo del cielo no es sino una pizarra para tus antojos, ahí donde has de pintar las tribulaciones que han de cruzarse en tu vida, ya que estás a punto de partir, de decirle a París que has de dejarlo para emprender un nuevo rumbo, abrir tus pequeñas alas e intentar volar lo más lejos posible. Pero lo amas ¿o no, Eiffel?
«Lo amo», te repites en tu cabeza, pero tus tercos pies ya están tomando otro camino. Vas por la rue Legendre y te topas con un par de conocidos. Esquivas miradas, cabizbajo, doblas en Avenue de Clichy. Te matan los pies, te matan los nervios. Nada como pasear por las tumultuosas calles de la ciudad que no amas tanto.
Allí, de tanto caminar, has terminado en la Opera Garnier. Y te quedas contemplando. Piensas en Le Fantôme de l'Opéra. Te sonríes y sigues tu camino por las soleadas calles parisinas, sin rumbo y con dos sacos embolsados. Uno de los cuales has de regalarle a París, si es que acaso piensas ir a verlo ¿Cuál puede ser el otro plan, Eiffel?
Te encaminas, entonces. Rumbo al Boulevard de Magenta para dar encuentro a París y darle el bonito saco escarlata que llevas en mano. El otro, el de color negro, es para ti, o al menos así lo has pensado. En tu exquisitez podrías invertir el asunto y darle el negro a París y quedarte con el escarlata; aún considerando que a tu amado París no le gustan los sacos negros, has sido tú el que se ha dado el trabajo de ir a comprarlos, y Le Fashion no es sino uno de los lugares mas caros de la ciudad, así que has de engreírte un poco mas a ti mismo, Eiffel.
Caminas pues, por rue la Fayette y los nervios se te erizan otra vez ¿y si él quiere el saco escarlata, Eiffel? No…pues entonces has de quedarte con el saco negro. Ni modo. Aun así te hubiese gustado tanto el escarlata. En tu momento de brillantez hubieses comprado dos sacos escarlata, pero no tienes muchos de esos momentos; al menos no últimamente.
Y el Boulevard de Magenta te extiende su generoso tramo, lo despliega ante tus ojos. Allí, en el último trecho de la extensa calle, te espera el amor de tu vida, el muchacho por el que te metiste en toda esta aventura a la europea. Aquel que te ha retenido ya casi dos años en esta ciudad que no amas tanto.

Él ya huele todo el asunto. Sabe de tus pretensiones de independencia, de tu afán de emancipación. Ha sospechado todo cuando te has echado a llorar aquella tarde y casi terminas sumergiéndote en las aguas del Sena, pero él te detuvo, justo cuando tus dos pies se apartaban del filo mismo del Pont d'Austerlitz. Te abrazó contra su pecho y te ha besado como a un niño. Te llevo de la mano a casa y no te pidió explicación alguna, pero lo ha guardado todo muy bien ¿no lo crees así, Eiffel?
Pero para ti, un hombre que anhela la libertad, toda esta muestra de amor no es suficiente. O al menos no por ahora. Por el momento, solamente piensas en surcar los cielos en un avión similar al que te trajo por acá.

Por fin, has llegado. Te has parado y has contemplado el alto edificio, ventana por ventana. Y ahí, en el sexto o séptimo piso, asoma su cabeza. París mirando bruscamente al horizonte y quebrando con la mirada el pequeño parque de la acera de enfrente, casi soñador.
-¡París! –le has gritado y has agitado la mano -¡Paris, mírame que ya he llegado!
Ha bajado la mirada, te ha contemplado con rudeza, pero ha ido ablandando el rostro y su ceño fruncido, hasta culminar en una notoria sonrisa.
-¡Oh, Eiffel!¡Si mereces el peor de los castigos!¡He estado esperando las horas necesarias, aquí, contemplando las calles por ti, sólo por ti!
Rápidamente ha dejado la ventana para venir a tu encuentro. Mientras baja has estado mirando el parque de enfrente ¿no es allí donde se conocieron? Pues no. Pero es tan romántico imaginarlo así. Es, acaso, el parque mas interesante de esta ciudad, de la ciudad que no amas tanto y de la que quieres huir.
Y de repente, ahí, enfrente tuyo, ya está parado el hombre de tus amores, y que a la vez es tu carcelero. El mismo que no te ha dejado huir y lo odias por ello. El mismo que ha impedido que tu cuerpo flote inerte en las diáfanas aguas del Sena y lo odias por ello. El mismo que te besa y te acaricia todo el cuerpo con una intrépida lujuria y recorre tus tensos músculos para hacerte sentir sensaciones nuevas, y lo amas por ello.
Allí, plantado a menos de un metro tuyo, aquel hombre alto y de esos ojos brillantes y bien formados ¿es razón suficiente para quedarte, Eiffel?
Te ha tomado de la mano, ha hecho una reverencia, te la ha besado y se ha vuelto a poner de pie, sonriéndote con la misma candidez del primer día que se vieron, hacia ya poco mas de dos años. Luego ha mirado las bolsas que cargas.
-¿Qué llevas en las bolsas, Eiffel? –te ha preguntando, como un niño emocionado que aguarda un presente.
Le has sonreído y has alzado una de las bolsas, dejando la otra apoyada contra el empedrado. Has sacado el contenido y le has mostrado el saco, el escarlata.
París se ha quedado embobado un largo rato, ha acariciado el saco, ha sentido la suavidad del tejido. Luego se ha abalanzado contra ti y te ha dado un largo beso en los labios y te ha abrazado con fuerza.
-Pero…si eres terrible, Eiffel –te ha dicho sonriente, tomando en sus manos el saco –Esto debe costar una millonada, querido. ¿Le Fashion, eh? La mala costumbre no te la quita nadie, Eiffel mío.
Se lo ha probado y voilà, le queda tan magnífico como te lo habías imaginado. Sus delicados hombros encajan perfectamente tras la rojiza tela. Su rostro, bastante pálido, resplandece como una luz, y sus suaves bucles contrastan con el saco.
-Está perfecto, París. Mas que perfecto…-le has dicho y te has quedado mirando.
Te ha tomando nuevamente de la mano, y esta vez te ha halado consigo. Apenas has podido coger la bolsa con el otro saco y seguirle el paso.
-Pues esto habrá que celebrarlo…-te ha dicho muy alegre, aun halándote –Cómo si pudiésemos darnos estos lujos ¿eh, Eiffel? Pero bah, el gasto ya está hecho y unos gastos más no nos harán daño. O quizá si, pero no ha de matarnos.
Se ha detenido, frente al café Piccolo. Te ha lanzado una sonrisa, y te ha hecho señales para que pases primero.
Has cruzado la puerta, has hecho sonar la campana en el umbral y te has quedado mirando el lugar. Te ha traído tantos recuerdos.
Había sido allí, donde tú, pequeño viajero proveniente de Italia, te habías topado con París por primera vez y habías hecho obvio tu agrado hacia su persona.
‘Piccolo’, pues que nombre tan ridículo para un café situado en Boulevard de Magenta, uno de los lugares mas representativos de la metrópoli parisina. Pero a ti, proveniente entonces de Italia, te pareció el único lugar al que eras digno de entrar, ya que no te sentías para nada un poblador de esa ciudad, entonces nueva para ti.
Las banderas italianas en las paredes te hicieron reír. Esa era la idea de patriotismo que tenían los italianos, llenar de banderas cuanta esquina pudiesen, pintar los tableros de las mesas de verde, blanco y rojo y cantar fuerte el Il Canto degli Italiani.

Fratelli d'Italia
L'Italia s'è desta
Dell'elmo di Scipio
S'è cinta la testa
Dov'è la vittoria?
Le porga la chioma,
Ché schiava di Roma
Iddio la creò


Todo esto te recordaba mas a Mussolini y al saludo romano que expresaba Il Duce, antes que a tu queridísima Italia, ya casi extraída de tu memoria, para ser reemplazada por el sinnúmero de monumentos parisinos que apenas y despertaban algún interés en ti.
¿Has despertado, Eiffel? Pues si, has despertado. Te has dado cuenta lo lejos que estás de casa, de los lugares que amas, de la ciudad que anhelas.
Y ahí, el hombre que ha enturbiado tus sentidos, parado frente a la puerta, sonriéndote con toda la bondad (o será acaso malicia).
Pero no, has decidido que todo esto debe terminar. Has cogido la bolsa con el saco y se la has lanzado a la cara, lo has desconcertado. Has aprovechado el pánico para salir huyendo del local, mientras todos los parroquianos te observaban con curiosidad.
Has salido al Boulevard de Magenta y has mirado al cielo, a la pizarra azul donde has de trazar tu destino. Y si, ahora estás dispuesto a trazarlo.
Has corrido, como los mil demonios, dejando tu alma atrás. No has titubeado esta vez cuando has oído sus gritos atrás. «!Eiffel, amor mío¡». No, Eiffel. No debes retroceder. Ya todo esta planeado, ya sabes a donde vas y a donde no vas y sabes además como va acabar todo el asunto. Vaya ingratitud la tuya. Mejor has de voltearte unos segundos, lo ves allí a lo lejos, parado en la puerta del café, apenas y puede mantenerse de pie.
-¡Adieu, París! Je t’aime –le has gritado, te has vuelto a dar vuelta y has seguido corriendo, todo está hecho.
Corres. Boulevard de Magenta, luego Boulevard du temple, luego Boulevard Beaumarchais, luego Boulevard de la Bastille. Y ya, ahí, frente a ti, ya casi llegas: el Pont d'Austerlitz, allí mismo, en el mismo lugar de siempre, el de los fatales recuerdos.
Te acercas, te asomas, miras al cielo una vez mas y ves ahí dibujado el triste destino de un extranjero en París, finalmente has de dejar la ciudad que no amas tanto y has de volver a casa, a donde perteneces, Eiffel; el Sena enfrente tuyo, y saltas…