martes, 28 de julio de 2009

Vitur (Cap. XI)

Del sueño ligero de Demi


El timbre en la madrugada, tan estrepitoso como una explosión de murmullos que destrozan el vidrio de la cordura y se cuelan a la mente tranquila del más pausado espíritu; de un alma en reposo que, indefensa, se ha encomendado al sueño.

Así fue y será esa madrugada que Demi tocó cuando aún todos gemían en lo oculto, en ese mundo que nadie visita despierto. Fue la peor desgracia penetrar mi templo de sosiego y pasividad al darle vuelta a la llave en el cerrojo, que al principio se negó a ceder, advirtiendo todas las desventuras que colmarían mi vida a partir de ese instante en que ella lo invadió, arrasando con todo.

Demi estaba más radiante que nunca, quizás producto de la madrugada que esparcía su neblina por todos los rincones de la avenida, haciendo que esta mutase en un paraje totalmente ambiguo que invitaba a la somnolencia. Y ella ahí, parada, respirando agitadamente, y con la mirada clavada en la más lejana de mis paredes interiores, o mas allá aún, buscando descargar toda esa pesadez que inundaba su ser.

La avenida parecía volverse más estrecha, intimidada por la presencia de un ser tan melancólico como lo era Demi. El empedrado se estremecía, los ladrillos de las casas temblaban en curiosidad. Parecía ridículo concebir que en un par de horas esta sería una avenida muy transitada y tumultuosa, pero efectivamente lo era.

Los ojos de Demi estaban más oscuros de lo habitual, sus labios más secos y su mirada más perdida. Continuaba con su respiración agitada, que tornaba el ambiente a un estado fúnebre y lúgubre, encadenado a las circunstancias de la hora tan callada. Su pequeña boca expulsaba alientos gélidos de manera sincronizada.

La invité a pasar, como quien vierte una espesa capa de desgracia en exquisitas porciones, pero con la mayor alegría plasmada, con facciones débiles y quebradizas de intenciones nobles. Era bastante obvio las pocas ganas que tenía ella de entrar, así como mis pocas ganas de dejar que entrase, pero ella no se molestaba en disimularlo; aun así lo hizo, sin muecas ni muestra de incomodidad, tan sólo con el aire de perplejidad que había mantenido desde el comienzo de su visita.

Han sido sus labios y no su alma los que han dado a conocer los agitados latidos de corazón que han revolcado su cuerpo y el mío. «Papá ha muerto, hermano». Nos invadió un silencio curioso, que congeló toda posible reacción furiosa o triste. Su voz lánguida demoró en recorrer el pequeño espacio que nos separaba y retumbó en mis oídos como el timbre a su llegada. Ella tan solo lo había soñado, pero naturalmente cualquier sueño de Demi tomaba un carácter factual.

Poco después sus ballerinas hacían crujir el piso, mientras cerraba la puerta a su ida, dejándome tan solo ese asqueroso olor a muerte, que permanecería en mi hogar al largo de toda mi vida, penetrando en las hojas escritas como la última vez que vi a mi hermana Demi.