domingo, 17 de mayo de 2009

Vitur (Cap. I)

De la mujer solitaria


Debió esa mujer que se miró en el espejo. Los años habían corrido, y las estaciones indicadas ya habían pasado. El sentido de su vida no estaba aun subscrito del todo. Sus hijos e hijas dormían todavía, los rayos de sol no cumplían su papel.
Nunca debió dejarme. Era a estas horas de la mañana en que los pájaros cantaban, se escuchaban las estrellas quejarse antes de dar un último fulgor y perderse hasta que la luna dicte o hasta que el sol permita.

El invierno había llegado un poco mas frío de lo habitual, las flores no habían soportado aquellos gélidos alientos y se habían tendido.
Nunca debió abandonarme. Todo parecía parte de las páginas de ficción, de una realidad no tan real, de un sueño más que profundo. Pero sus lágrimas si eran de este mundo, un poco más frías que este invierno, un poco mas marchitas que las flores.
Y los días seguían pasando, los años. Las mañanas se volvían tardes, y las tardes se volvían noches, y las estrellas reían aún.
Nunca debió irse. Los sirvientes de la casa rondaban, como las aves carroñeras que son. Y brillaban los azulejos, no había hojas en el jardín principal ¡Oh, servidumbre!
Los sueños, alguna vez ausentes, ahora estaban latentes a plena luz del día, ya no había realidad que bastase, que llenase los vacíos.

No era una mujer de recuerdos, sino más bien de deseos y sueños. Que añoraba y le lloraba al pasado, pero no quería volver. Las noches de ese ayer eran de lágrimas, las noches de mañana serían de más lágrimas aún.
Nunca debió partir. Sus hijos no eran consuelo, sólo espejos del pasado que la acosaba. De pobre maternidad, de falta de amor, de tantas situaciones que nunca corrigió, de tantos eventos que nunca superó.
Y los grandes estantes de libros, cuyos autores suspiraban en el deseo de la palabra, del verbo que haría que cobrasen vida, la miraban atentos, como quien juzga a quien ya es culpable. Tenían tantas historias por contar, cada una más triste que la otra, o de ficción y delirio.
Nunca debió despedirse. Las tardes de Mayo se mostraban más arrogantes que nunca, tornando amigables brisas, en vientos helados, rocíos en lluvia, perfumes en mar.

Bien el sol de día sonreía, pero no la hacía sonreír. Bien las nubes hacían figuras, pero la imaginación no le alcanzaba, menos aún la voluntad. Era ella de soledad eterna, y así de tristeza. Añoraba el nunca de sus pensamientos, que se tornaban en confusión y luego en deseos que nadie sospechaba, que nadie escuchaba y que nadie cumplía ¡Oh, soledad!

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