miércoles, 26 de agosto de 2009

Dos Pies en el Cielo

I

Cansose la vista ante el pensamiento adultero del vagón, que a estas alturas andaba como sin rumbo.
La piel, blanca como las nubes acumuladas en lo celeste, invitaba a un irreprochable deseo carnal, entre ligeros parpadeos difíciles de percibir.
Cuando la maquinaria a carbón había sido revivida, igualmente mi conciencia volvía al cuerpo, desenfadando las no tan sigilosas miradas que le había enviado y que, ciertamente, ella había avisado, pero déjaseme sin respuesta.
El monótono trucuteo del suelo, contagioso a los pies, era sino el único sonido, como infernal, que daba la sensación de vida, de lo contrario todo nos hubiese parecido un triste aglutinamiento de almas condenadas.

Volvía pocas veces mi cabeza hacia el cristal, para avistar el cálido paisaje de las fieras sabanas, cuyo infinito manto de arena lograba, a momentos, enfriar mis sentidos. Y de a ratos nos sorprendía un solitario cactus de tuna, que corría escurridizo en dirección opuesta al móvil, escapándose fugazmente de la vista, siendo un momento excitante en medio del dorado calor.

Cuando retornaba al coqueteo de miradas, notaba el rubor de sus mejillas ¡Cómo no notarlo! Se coloreaban en su piel tan cándida y llamaban a mis ojos, acaso, a una lujuria mas intensa. Era ese el mejor momento para cerrarlos y dejar la imaginación volar.
De repente sonaba el estrepitoso silbato, anunciando la proximidad a una nueva estación y al momento siguiente la turbia procesión de pasajeros. Muchos bajaban del vagón y otros muchos subían.
Nosotros dos, por nuestra parte, permanecíamos ignorando el asunto, para no romper la magia, que parecía una atadura producida por la insistencia de las miradas. La nueva multitud, acumulada en tan estrecho vagón, se iría reduciendo en las siguientes paradas. Subió en algún momento un paisano comerciante, cuyo cargamento perfumó el pequeño cubículo con un intenso olor a especias de exportación. Ha sido aquel exótico aroma el que me ha aturdido y me ha encomendado al sueño.