lunes, 25 de enero de 2010

Sin decir Ana Shapova

Cuando murió Ana Shapova, su mujer, sintió un angustiante agujero en las entrañas, como el que se siente cuando a uno lo golpean en el abdomen. No era pena lo que lo invadía de pies a cabeza, sino preocupación. Y es que él había sido un buen esposo, pero ahora que se veía de frente ante la muerte de su Ana Shapova, se preguntaba si la había amado lo suficiente y como respuesta de él mismo se sentía mal al saber que quizá no la había terminado de querer y que tan solo se despediría de una mujer que llegó a conocer un poco más que al resto. Era la misma sensación que lo había agobiado cuando su madre había muerto, hacía poco menos de dos meses.
–Dímelo. Ana ha muerto y no has llorado –le dijo su padre en el pequeño cubículo donde velaban a la recién difunta. –¿Acaso han reñido antes de todo esto? Creo que reñían seguido…
–Tonterías, no hemos reñido nunca –ha contestado él, un poco inquieto –Creo que reñir un par de veces hubiese sido bueno, pero nunca me dio motivo. Estaba loca ¿o el loco seré yo? Estamos locos ambos…
–No se puede estar loco y muerto, si ella ha muerto primero es porque no estaba tan mal de la cabeza. Aunque habría de estarlo para casarse con un enclenque como tú. Nadie en sus cabales te aguantaría más de un par de meses. Era santa o algo así.
Él se quedó callado y mirando al suelo. Su padre le había dicho palabras iguales el día en que había muerto su madre. Los huesos se le helaron y sintió como aquel agujero en las entrañas tomaba posesión de él.
Oh, Ana Shapova. Ya no estarían esos pardos ojos tuyos cada mañana, abiertos en vigilia. Tus brazos ya no se acercarían a las cortinas para dar entrada al sol matutino que alumbraba toda la habitación. Shapova, que extraño aquel apellido suyo, cuyo significado nunca le había preguntado, y mucho menos su procedencia. Nunca le preguntaba muchas cosas. El silencio era un déspota monarca que extendía sus mágicos hechizos en la boca de ambos y los hacía callar en un vacío insano que podía durar varias horas. Él leía el diario y Ana Shapova planchaba o sacudía la alfombra, que ya estaba gastada de ser sacudida tantas veces sin necesidad. Por la noche el apagado rumor de las calles de afuera inquietaba a ambos. Era una invitación a un tierno diálogo conyugal que nunca daba inicio.
–¡Eh, tú! Despabílate un poco –le dijo su padre.
Había estado perdido en un cúmulo de recuerdos sin orden que habían invadido sus pensamientos, en una frágil estructura muy fácil de derrumbar. Pero ahora se encontraba de vuelta en un pequeño cubículo, hablando con su padre y con un ataúd a pocos metros de él.
–Los invitados no tardan en llegar. Será mejor que acomodes un par de sillas y que alargues un poco la cara, por pura gala ¡Vamos, que tu esposa ha muerto!
Oh, Ana Shapova ¿me pedirías tú que alargara la cara? Nada de eso. Me pedirías que sonría, como las sonrisas que intercambiábamos a diario, sin motivo aparente. Eso éramos entonces, un par de locos que sonreían. Que no se amaban, pero que se conocían bien. O no tan bien, porque nunca supe de dónde venía tu apellido.
En ese momento los invitados empezaron su desfile de entrada al velatorio. El dolor en el abdomen se le hizo más intenso, la vista se le nubló poco a poco y no tardó en caer lentamente al suelo, no sin antes voltear y contemplar el cajón de su Ana Shapova y preguntarle por qué lo castigaba así desde el otro mundo.