jueves, 4 de febrero de 2010

Adelante, Madre Rusia...


Adelante. Parado delante de todos estos cadáveres erguidos. No tan inmóvil, pero pensando con cuidado cada movimiento que he de hacer para romper la muralla del pensamiento y la oración de la quietud. Silbando Igrok de Prokofiev, mientras los demás cantan patria a rienda suelta. Y es que no soy de este lugar y esa es la excusa más perfecta y embobada. No soy ni de este país ni de esta tierra. Yo he caminado, en cambio, en la mansa tierra roja de donde he venido y vaya que no tengo nada que envidiarle a estos cadáveres que cantan patria.
Allí he llegado a Babulenka, la tía del general. Y ellos siguen, en otro idioma, con trombón de fondo, a toda marcha con pizcas de saliva ¡Qué viva la madre patria! Recuerdo que, aunque no sea de allá y más bien de por acá, siempre me he andado paseando como un hijo de la Rossiya-Matushka, y es que a lo mejor soy un bastardo de ella y no ando ni enterado. Allá ellos, los que se atreven a decir que Rusia es Gogol, porque yo les digo que Rusia es Pushkin y Zhukovsky; y además Schiller, que no es ruso, pero es, pues, el padre que ha abandonado al hijo, o debe ser el hijo abandonado.
Me carcajeo al saber que la gente de aquí y de allá piensa que ha solucionado todo el tema con los mapas que se han trazado. Que llevan de oriente a occidente sus líneas horizontales, separando el todo en varios segmentos incomprensibles. Y aquel que viaja por mar seguro ha de perderse, porque allí, en los mapas, no se dibujan ni rocas ni niebla. Tampoco se dibujan los templos donde han de rezar los misioneros desorientados, ni los campos del mujik trabajador. Podría además exaltarme al decir que en los mapas no aparece ni el navegante perdido, ni el misionero desorientado, ni el mujik trabajador. Las fronteras de una nación, el mar en su inmensidad, la separación de los continentes, todo ello si se muestra. Pero de nada sirve sin las almas valientes que han de cruzar en pos de gloria el campo de batalla, gritando fuerte el nombre de sus padres y jurando morir más de una vez, hasta que el cuerpo se desangre y los oídos se le tapen, hasta que la respiración se haga dolorosa y los ojos se cierren, y el cuerpo deje escapar al espíritu libre para que este se vaya quién sabe a dónde.
No hay patria que nos contenga, hermano mío. No hay bordes que nos digan que nuestra vida ha acabado y que luego de cruzar la línea no tendremos nombre. Por que el nombre nos persigue como el alma y no nos abandona. No hay que creer que el poeta ha muerto.